El 31 de
octubre inició para mí como todos los días desde que me volví Residente, con
sueño, con sueño y con un poco más de sueño. Sin embargo, un niño me robó una
sonrisa fugaz mientras caminaba fuera de mi casa, me lo encontré disfrazado de
Flash, de la mano de su mamá quien lo llevaba camino al colegio, recordé que
era el día en los super-poderes sí existen, al menos, en la imaginación, de
aquellos con una mente aún suficientemente imaginativa como para creer que todo
es posible al ponerse ropas coloridas que hacen las veces de disfraz.
Hace más
bien poco que roté por la UCI pediátrica, algo diferente a cualquier otra sala
de pediatría, allí los padres están en horarios limitados, los niños poco
juegan, poco ríen, algunos no pueden, están intubados, su cuerpo batalla contra
entidades que comprometen su capacidad para sostener una respiración eficiente,
para llevar oxígeno a todos los tejidos. Durante 5 semanas K fue mi paciente, y
digo mío porque lo vi todos los días, lo comenté con todos los especialistas,
lo atendí desde su ingreso a la Unidad, hasta que me fui de ella. Conocí a su
mamá y su tía, lo vi empeorar progresivamente, hacer fiebre, mejorar, volver a
empeorar de un órgano que creíamos andaba bien hasta ese momento, mejorar nuevamente.
Me asustó eventualmente y corrimos a hacer una neuroimagen de emergencia, lo vi
tener una intubación prolongada, la mayor parte del tiempo pensé que “saldría”,
que en otras palabras no es más que un eufemismo para un “no creo que se muera”,
en ese pensar en predicciones que hacemos los médicos eventualmente, casi a
veces, como pensando con el deseo, en ocasiones, cuando la situación es adversa
como preparándonos para lo peor, asumiendo nosotros mismos la realidad para
tener la tranquilidad y serenidad – al menos externa – de decirle a una familia
angustiada que puede que su niño o niña no
salga.
Uno de esos
días en que expliqué a la tía de K la situación médica, el alto riesgo de
complicaciones, la probabilidad latente de muerte, el “estamos haciendo todo lo
posible” pero reconociendo que, para nosotros, los médicos, la lectura del
futuro siempre es incierta y la muerte es una compañera de viaje constante. La
señora, una mujer en sus cincuenta, corpulenta y de gestos afables sonrió
cuando le pregunté si tenía alguna duda; me preguntó si podía llamar al
sacerdote. Me tomó un poco por sorpresa, le dije que claro que sí, que coordinábamos,
debió ver mi cara porque me explicó a continuación que K no estaba bautizado,
que ella entendía que estaba muy grave, y que para ella sería tranquilizador
que lo bautizaran. No tuve ninguna objeción, me sacó una sonrisa la calma de la
señora, la aceptación de la realidad sin tapujos pero con cabida a esperanzas.
Tal vez, pensé, como muchos de mis pacientes y como muchos de los familiares de
ellos la muerte ha convivido de forma mucho más cercana a su vida que a la mía
como médico. Recordé como en determinado momento, algunas mujeres, madres
jóvenes lucen mayores con apenas 20, pensé en la vida con hambre, atrasada en
décadas, con la salud lejana y los hijos muertos sin causa. En algunos casos, la
fe es para ellos la única herramienta, quizá por ser la única cercana en las
muchísimas regiones de Colombia, ni tan lejanas, ni tan apartadas de las
ciudades principales, pero olvidadas y abandonadas de forma crónica, como si
quedaran a años luz; recordé la existencia de la otra Colombia, entregada a
Dios ante la inexistencia, el abandono y la inoperancia del estado.
Cuando salí
de la UCI, K ya respiraba por sí mismo, pero aún no despertaba por completo, ya
estaba claro que “saldría” pero no en qué condiciones, por un momento pensé que
sería en una ambulancia, con la necesidad de cuidados permanente en casa y sin
poder ser nuevamente quien era antes. Quizá la lesión neurológica había sido
muy extensa, quizá era complemente irreversible.
Una semana
después K y yo nos reencontramos un domingo en la sala de Hospitalización
general, estaba con su madre, una señora con una sonrisa de esas que no se
olvida, amable como ninguna y buena conversadora. Aún en la Unidad, cuando K
estaba sedado, intubado y en su estado más crítico entraba a su cubículo
saludando “Hola K, ¿Cómo estás?”. Completábamos mes y medio de esa rutina, unos
buenos días a la mamá o a la tía un “Hola” a K sin respuesta y proceder a
examinarlo, para luego intentar infructuosamente que obedeciera algunas órdenes
sencillas, buscando algún cambio en su estado comparativo con los otros días.
“Hola”
6 semanas
después de conocernos, probablemente sin recordarme, K me saludó por vez
primera, contestó a mi Hola de vuelta y lo acompañó de un “Bien”. Mientras se
sentaba. Poco recuerdo del examen físico de ese día, no sé si mi fonendo
escuchó algo o si mis manos palparon alguna cosa adicional. Yo había obtenido
lo inesperado. Tuve que escribir un examen físico en la evolución cotidiana,
fue difícil contenerme para guardar el lenguaje médico pero un “Paciente con
respuesta verbal adecuada”, fue la gris representación de lo que fue para mí el
suceso del día.
Después de
ver a Flash en la mañana, temprano, llegué al Hospital como todos los días, un
poco cansado, vi un Drácula de 8 años, sin temor a la luz del sol y a quien
había visto el lunes festivo en cama, y el día empezó su trasegar con sus
obligaciones cotidianas. Luego vino la fiesta, el payaso y los disfraces para
los niños hospitalizados, las sencilleces que hacemos en los servicios de
pediatría que tienen la fortuna de tener personas maravillosas como para
organizar esos eventos.
K estaba
sentado frente al payaso, riendo y disfrazado de Superman, a pocos días de
irse, finalmente, caminando y charlando para su casa.
Entre Flash
y Superman recordé que los superhéroes sí existen, que los vemos vencer las
adversidades más diversas, que los vemos salir adelante frente a todos los
pronósticos – incluso los hechos por nosotros – y que, a veces, gracias a los
ojos de un niño, se ponen una ropa sencilla de colores vivos, se miran al
espejo, se creen Superman por un día, y bueno, cómo no van a serlo si tienen
sin proponérselo el superpoder de cambiarnos la vida y que valga la pena, levantarse todos los días con sueño, con sueño y pensando en algunos sueño.